Fue por casualidad. O no. Se apostaron una comida si aprobaba todo. Y aprobó. A él le hubiera gustado apostarse una cena, pero no se atrevió, ya se arriesgó demasiado con una comida. Siempre en un contexto que hubiera podido compartir con cualquiera, dándole un aire de espontaneidad e inocencia. Lo peor de todo era que ella le seguía el juego. Así que quedaron para comer. Él la vino a buscar en su coche. Y ella estaba emocionada, flotando. La primera vez que entraba en un coche como copiloto y con un hombre. Pensaba que no había nada tan sexy como un hombre conduciendo mientras sonaba su reloj enorme y de vez en cuando hacía un movimiento brusco para devolverlo a su estado inicial. En ese momento se arrepintió de haber quedado, lo estaba pasando demasiado mal, pero la curiosidad le había podido. Él tampoco es que lo estuviese pasando demasiado bien. Le podrían acusar de pederasta, tenía que hacer un esfuerzo enorme para tratarla como una niña, cuando en realidad no la veía como tal. Se obligaba a adoptar un tono paternal cuando, en realidad, era lo que más gustaba a María, saber que él estaba un escalón por encima. Tampoco se llevaban tanto. Sería muy difícil tener un padre tan joven. Y la diferencia con los chicos de su edad era abismal. De la vergüenza se le hacía imposible mirarle a los ojos, mientras que a él se le hacía imposible dejar de mirar esos dos mares azules como el cielo de verano, y esa belleza tan hiriente que le hundía en un pozo y le impedía ver nada, haciendo que los segundos fuesen centésimas, belleza de estrella fugaz. Pensaba que había varios tipos de belleza, algunas, sólo de verlas te alegran el día, son hermosuras serenas, humanas, que te reconcilian por un instante con el mundo. Mientras que otras, como la de María, tenían más que ver con el diablo que con el cielo. La mirabas y te embargaba una pena como del fin de los tiempos, un pellizco de congoja y una seguridad de que era algo ultraterreno, que si no mantenías el control sería capaz de obligarte a hacer las mayores de las barbaridades, eso sí, para tocar con la punta del dedo, por un sólo momento, el más grande de los cielos. El control siempre se le escapaba. No podía evitar estar feliz cuando ella hacía algo mal en sus tareas y por tanto él se tenía que quedar a ayudarla, en vez de aparentar enfado. Y le subía un orgullo tonto e infantil cuando ella le halagaba. Recuerda que un día vino con la noticia de que había suspendido muchas y, por tanto, tenía que verla en las vacaciones. Curiosamente había suspendido el número suficiente con el que tendrían que volver a verse. Salió del colegio, miró escaparates, que le parecieron más bellos que nunca y se percató de que esa tarde todo parecía tener más movimiento y color, e involuntariamente se le vino a la cabeza, de pronto, la frase "estoy enamorado". El segundo después se reprendió por ello, se autoaplicó una pena ya conocida, recondujo sus pensamiento a los caminos de siempre y volvió a su rutina como si nada hubiera pasado. Pero ella aún no era capaz de eso. Un día discutieron por los malos resultados académicos y no pudo dormir en toda la noche. La tarde siguiente sólo fue capaz de decirle que estaba muy cansada, que no había dormido mucho, pero no supo ni quiso expresar el por qué.
Y ahora estaban en el mismo coche, la primera vez que se veían en un contexto diferente a la escuela. Él arreglado, y ella en tacones. El profesor y la alumna, pero un coche con tal densidad tensional que aparentaba para ellos una nave espacial. Ella no dejaba de pensar que no debería haber venido, no sabía cómo disimular su vergüenza. Al bajar del coche se tropezó y él, que estaba sujetando la puerta mientras salía, la cogió de los hombros. Le pareció enorme su pecho y sus brazos, y sintió miedo de tanta fuerza que notó en ellos. Ella estaba frágil como una ramita a punto de romperse pero él no se percataba, sólo tenía en mente el control de sus propios actos y de lo físico de ese cuerpecito de mujer en ese cerebro aún de niña. Nunca le habían gustado "jovencitas". Ridiculizaba a los amigos que se jactaban de hacerlo, y le parecía el colmo desvivirse por una muñequita hueca de seso y superficial. Pero María era diferente. Tan sensible, todo le afectaba, le escuchaba extasiada, con una curiosidad inmensa, recordaba y hacía todo lo él hablaba, se contaban sus vidas como si a nadie más pudieran, y muchas cosas más que iban dejando sin defensas a Adolfo. Estaba solo y escéptico de todo y todos, era el único oasis en su vida. Poco a poco fue haciendose más grande la importancia de ese oasis, más necesario, tanto que los días que no la veía todo estaba como nublado, ensombrecido y siniestro. Y cuando volvía a sentir su sonrisa (algo que ella le regalaba inmediatamente en cuanto se veían) algo en su pecho se ensanchaba y una lucecita iluminaba el día.
Al entrar en el restaurante llamaron a María. Eran sus padres y no les había dicho dónde estaba. A él le embargaron de pronto un miedo y una felicidad atroces. Había algo que por fin, salía del perfecto esquema de lo inocente. No se lo había dicho a los padres. Se imaginaba ya tirándose a la piscina de sus sentimientos, tanto tiempo reprimidos para, instantes después, echar marcha atrás y avergonzarse de él mismo. La veía hablar por teléfono y ya anticipaba el movimiento de su mano hacia sus mejillas, le cogía el pelo y olía sus mechones mientras iba acercando los labios a los suyos y repetía "te amo", "te amo"... Pero la realidad, como siempre, no deja de dictar sus normas, y ella colgó para decirle que tenía que irse. La vio alejarse poco a poco por el cristal del restaurante, con una copa en la mano, mientras sus dedos la acariciaban en la distancia.
Y ahora estaban en el mismo coche, la primera vez que se veían en un contexto diferente a la escuela. Él arreglado, y ella en tacones. El profesor y la alumna, pero un coche con tal densidad tensional que aparentaba para ellos una nave espacial. Ella no dejaba de pensar que no debería haber venido, no sabía cómo disimular su vergüenza. Al bajar del coche se tropezó y él, que estaba sujetando la puerta mientras salía, la cogió de los hombros. Le pareció enorme su pecho y sus brazos, y sintió miedo de tanta fuerza que notó en ellos. Ella estaba frágil como una ramita a punto de romperse pero él no se percataba, sólo tenía en mente el control de sus propios actos y de lo físico de ese cuerpecito de mujer en ese cerebro aún de niña. Nunca le habían gustado "jovencitas". Ridiculizaba a los amigos que se jactaban de hacerlo, y le parecía el colmo desvivirse por una muñequita hueca de seso y superficial. Pero María era diferente. Tan sensible, todo le afectaba, le escuchaba extasiada, con una curiosidad inmensa, recordaba y hacía todo lo él hablaba, se contaban sus vidas como si a nadie más pudieran, y muchas cosas más que iban dejando sin defensas a Adolfo. Estaba solo y escéptico de todo y todos, era el único oasis en su vida. Poco a poco fue haciendose más grande la importancia de ese oasis, más necesario, tanto que los días que no la veía todo estaba como nublado, ensombrecido y siniestro. Y cuando volvía a sentir su sonrisa (algo que ella le regalaba inmediatamente en cuanto se veían) algo en su pecho se ensanchaba y una lucecita iluminaba el día.
Al entrar en el restaurante llamaron a María. Eran sus padres y no les había dicho dónde estaba. A él le embargaron de pronto un miedo y una felicidad atroces. Había algo que por fin, salía del perfecto esquema de lo inocente. No se lo había dicho a los padres. Se imaginaba ya tirándose a la piscina de sus sentimientos, tanto tiempo reprimidos para, instantes después, echar marcha atrás y avergonzarse de él mismo. La veía hablar por teléfono y ya anticipaba el movimiento de su mano hacia sus mejillas, le cogía el pelo y olía sus mechones mientras iba acercando los labios a los suyos y repetía "te amo", "te amo"... Pero la realidad, como siempre, no deja de dictar sus normas, y ella colgó para decirle que tenía que irse. La vio alejarse poco a poco por el cristal del restaurante, con una copa en la mano, mientras sus dedos la acariciaban en la distancia.