19 noviembre 2008

Los momentos en los que vivimos

Sopla el viento en una noche negra y fría. En otra de hace muchos años me cogiste de la cintura y me arrastraste al destino implacable de tus besos. De hombre de las cavernas, de conocido atávico, de olor a madera y sangre. Tus manos bajo la mesa buscando las mías, delante de todos, y delante de todos mirándome sólo a mi. Los demás te hablaban, tú ni caso. Gritabas a los cuatro vientos que se fueran, que nos dejaran solos. Y acabaron haciéndolo. Todos se fueron en taxi, tú y yo de la mano. La primera noche, desconocidos conocidos, sin miedo, con la seguridad de venir todo de atrás, de siglos antes. Una noche a dos días de empezar la primavera, mi primavera. El azahar, tercero en concordia, nos acompañó todo el camino hasta una librería donde el azar me puso en la mano el jardín de los senderos que se bifurcan. Y sacamos alegremente los revólveres y dimos muerte a los dioses. Te tenía. Las estrellas cantaban nuestras canciones y la oscuridad de la noche arrullaba nuestros pasos. Ya en tus brazos el mundo se abrió en plenitud de facultades, por fin todo encajaba. Estaba todo donde debía estar. Hasta el enfado con los gorriones del amanecer por no dejarnos dormir. Como salvajes. Sin comer, sudados, desnudos, fumando. Era el mundo puro del Edén. Fuera nada tenía significado, simplezas, ridículos. Hasta las paredes cobraban vida, cambiaban de temperatura, de color, comparsa de las horas del día, con sus pinceladas de restos de otros, nos cobijaban y transparentes, nos iluminaban al mundo, con las canciones que nos devolvían, con el eco de nuestras palabras. Y a veces el sol se posaba a lo lejos en tu espalda, cuando ibas en mi busca, y te hacía grande y dorado como nunca llegarás a ser. En las tardes agonizantes en que tenías que irte los besos se hacían de rogar y los minutos se deslizaban en mis manos temblorosas escapándose como arena. Te vi con tus maletas, sin esperarlo ninguno y, por un instante, arrojamos las máscaras al infierno y tendimos un abrazo que desde entonces cuelga huérfano. Sonrisas de niño, las verdaderas, nos vimos sin esperarlo y ahí estábamos, deseando, deseados. Otras veces me tocaba a mi coger las maletas y tú corrías detrás de mi para que te dejase una hora más, cruzando esa calle abarrotada, el sol que no te dejaba verme y tú buscándome, una hora más, después de despedirnos, sólo una hora más. Y nos preguntábamos quién dejaría atrás su orgullo antes, quién abriría sus brazos para abarcarnos, quién se arriesgaría a no ser amado, amando. Y todavía una silla nos espera, la que nadie puso, la que el orgullo dejó abandonada en el desván del olvido, a costa de personas que no merecen la pena, todo fallos, pero omnipotentes en esos momentos en que vivimos.

11 noviembre 2008

Quiero volar

Me duele el corazón con un dolor sangrante. No hay cura para un órgano en carne viva que sufre, se revuelve y golpea los huesos. Sufre por ser él, no hay nada tan terrible como para no poder adaptarse. Pero él, inadaptado, se queja, se duele y se lamenta. Sólo muerto se adaptará a la miseria vulgar de un día a día en soledad acompañada y temerosa. Este dolor es sólo mío y sólo yo sé qué dolor es. Nadie puede ayudarme a disolverlo ni aligerarlo. Tiene propia vida y unos momentos me deja dormir, pero al rato me despierta sobresaltada, sin entender por qué ni qué cambió. Se tiene dentro como un cáncer, una enfermedad, tuya, pero aparte de ti, sin tu control ni observación posible de sus avances. Quizá el deseo oculto de volar sea el responsable de no dejarle habituarse. Por eso dejo de escribir. No vueles, esto es lo que hay, acostúmbrate. Pero no dejan de arañarme estos minutos áridos y heridos y me quedo sin aliento. Me pregunto dónde se habrán quedado mis fuerzas, si, al igual que yo, ya se riendieron, o sólo esperan el momento para poder volar.